PARÍS- ROUBAIX 2021

Todo Ciclismo | 27/09/2021

Campeonato del Mundo Fondo en carretera | Flanders

CAMPEONATO DEL MUNDO SUB-23 | FLANDES | 24 septiembre 2021

Todo Ciclismo | LA QUEBRANTAHUESOS 2021

Todo Ciclismo | 13/09/2021

miércoles, 20 de agosto de 2014


Por la manera en la que conceptualizamos el ciclismo, tanto los aficionados como los no tan aficionados, su relación con el dopaje resulta lógica y contradictoria, pero en cualquier caso esperable. Es normal que sea el deporte en el que más casos de dopaje se detectan, pero también es cierto que es donde más escandalosos y frustrantes resultan.

El ciclismo no es una actividad del don. Tipificamos las acciones sociales según un doble polo: el don y el esfuerzo. No se trata de dimensiones separadas. Para el logro de la excelencia son necesarias en conjunción, pero son distinguibles. Por ejemplo, consideramos que el poeta posee un don, pero que el científico tiene capacidad de trabajo. Yo sé que por mucho que estudie, pongamos por caso, filología francesa, nunca seré un Baudelaire. Baudelaire nació poeta, se le dotó de un don. Sin embargo, intuyo que si estudio suficientemente, digamos, química, podré dominar la materia, trabajar en un laboratorio y, en cierta medida, colaborar en su desarrollo. Entre un científico de primera fila y otro anónimo que trabaja en un laboratorio farmacéutico hay una diferencia de grado, pero entre alguien que estudia la poética francesa y Baudelaire hay una diferencia de esencia, a no ser que el primero también posea el don. Baudelaire se drogaba, pero eso no le dotaba del don; potenciaba el don que ya tenía, pero no lo creaba. Si yo, que no poseo ese don, me drogo, no por ello me convertiré en poeta. Junto a eso, no creemos que el drogarse sirva de nada en el trabajo científico, que sigue métodos establecidos y rigurosos de experimentación, deducción y comunicación.

Esa es la manera en la que tipificamos estas actividades. No quiere decir que sea así del todo. Nos pasa desapercibido el trabajo constante de Baudelaire con el idioma francés, las horas de duda, los versos desechados, el trabajo durísimo de lucha con el lenguaje banal para lograr la excelencia, siempre, en cualquier lugar y momento. Igualmente, no incidimos tanto en la extraordinaria creatividad e imaginación que subyace al hallazgo científico, que no sólo nos muestra cosas del mundo que antes no veíamos, sino que salta más allá de los hábitos de percepción y las estructuras mentales que nos han moldeado desde la infancia. Aun siendo esto así, tipificamos la actividad poética en el eje del don y la científica en el eje del esfuerzo.
Con el deporte pasa como con todo. Hay algunos del don y hay otros del esfuerzo o, al menos, que son tipificados socialmente así.

El ciclismo no es un deporte del don. Otros sí. Pensemos por ejemplo en Leo Messi, una persona que posee todas las características del bordeline y que, sin embargo, posee una habilidad corporal innata. Puede manejar la pelota sorteando a una serie de personas preparadísimas formadas exclusivamente para que no las sorteen, sin por ello perder de vista a sus compañeros ni ese lugar fijo en el espacio que es la portería, calculando la dirección y fuerza que su pierna debe transmitir al balón para dirigirlo a un ángulo que esté más allá del alcance del magnífico atleta que es el portero, pero no tan lejos como para salir por encima del marco. 

La verdad, por mucho que yo trabajara para ser como él nunca lo conseguiría, a menos que se me dotase del dominio sobre mi propio cuerpo que él posee. De nada me serviría doparme porque no conseguiría el don. Nuestra diferencia es de esencia: ni el trabajo ni las drogas me aproximan a Messi. Esto no quiere decir que Leo no sea un trabajador concienzudo, pero sí que es el trabajo sobre su don lo que lo ha convertido en el mejor. Es su don lo que la sociedad admira y valora. Pertenece a la aristocracia, es decir, a aquello que es esencialmente diferente al común de los mortales.

El ciclismo no es un deporte del don sino del esfuerzo. Al menos así lo tipificamos. Los ciclistas (incluyo aquí a los mejores también) no son vistos como aristócratas sino como proletarios. Son seres del trabajo. Albert Londres, que hizo crónicas del Tour de Francia de 1924 (y que poseía gran simpatía hacia los movimientos sindicalistas de los trabajadores), calificó a los ciclistas, a todos, como “forzados de la carretera”, como trabajadores a destajo, como los proletarios del deporte. Esto es lo que les da su atractivo popular.

Pensamos y experimentamos que el ciclismo es un deporte del esfuerzo, como así es. Si nada nos lo impide, es decir, si no poseemos alguna enfermedad contraproducente, confiamos en mejorar nuestra performance ciclista con el trabajo continuado y el esfuerzo. Siempre lo hemos oído decir y lo hemos dicho: en el ciclismo sólo hay una clave: entrenar. Si entrenas andas, si no, no. Hay mejores y peores formas de entrenar y gente con más o menos cualidades, pero lo fundamental es el entrenamiento. Si soy torpe y me afano con el balón, nunca notaré proximidad con Messi, pero si entreno con la bici veré como mejoro con los meses. Sentiré que me aproximo algo a Contador, que la distancias, aunque sean grandes, se acortan. Sentiré que el gran ciclista pertenece a los míos. Lo que el público quiere ver no es a algún gracioso habilidoso haciendo el caballito, sino a alguien que se esfuerza y se afana, que trabaja su cuerpo y su voluntad para lograr un nivel de exigencia que antes no estaban ahí. Incluso tumbados en verano en nuestro sillón eso nos emociona, pues sentimos que podríamos ser así, cosa que no sucede con, pongamos por caso, el fútbol. El futbolista es un aristócrata que se bate en combate singular. Lo admiramos con su aura de inaccesibilidad. 

Pero el ciclista a pie de carretera podríamos ser nosotros, somos nosotros. Se ha definido la genialidad como la capacidad de hacer con facilidad lo que otros, con dificultad, nunca podrían hacer. No es que el genio no trabaje, es que hace algo que sólo puede hacer él. El trabajo, por el contrario, es la capacidad de hacer algo con esfuerzo. Messi es un genio, sólo él puede hacer lo que hace. Contador es un trabajador. Tiene cualidades superiores, por supuesto, pero en el ámbito del esfuerzo. El disfrute del genio siempre es fácil, el del trabajador siempre es duro. Pero el de éste no es exclusivo y excluyente sino inclusivo e incluyente. El ciclista somos nosotros, Adán expulsado del paraíso, el ser humano real que tiene que conseguirlo todo con su esfuerzo. No es como el genio que vive en el Edén de antes de la caída, en un mundo fácil. Por eso el ciclista somos todos.

Que el ciclismo sea un deporte cuya ética se basa en el esfuerzo y el trabajo, que sintamos que es asequible porque es cuestión de voluntad, implica algunos peligros, aunque el más notable de ellos es el dopaje. Por eso puedo afirmar que la lógica del dopaje es consustancial a los deportes del esfuerzo, lo cual no pone en duda, ni mucho menos, su ilegalidad. Todos los aficionados intensos hemos tomado alguna vez algo: vitaminas, glutamina, creatina, jalea real, polen, etc. Son sustancias legales, por supuesto, pero las tomamos porque consideramos que nos pueden ayudar en nuestro esfuerzo. La glutamina, por ejemplo, según se dice ayuda a la regeneración muscular, pero no me haría dominar el balón como Messi, aunque sí andar un poco más sobre la bici al día siguiente. El argumento es lógico: como es una situación de grado, no de esencia, puedo mejorar así, aproximándome a la excelencia. Lo que sucede es lo que sucede, claro, que una cosa lleva a otra, y a otra, y así sucesivamente hasta que nos hallamos con la epo, el clembuterol, las hormonas, las transfusiones, etc. El ciclista que recurre a esto espera aproximarse a otros más fuertes, cosa que no sucedería si, pongamos por caso, alguien torpe quisiera aproximarse a Messi. Esto, por otra parte, sin que el ciclista en cuestión deje de entrenar duro durante mucho tiempo. Es un proletario que busca ayuda para poder seguir esforzándose como lo hace, no un aristócrata degenerado que se droga para introducir algún aliciente en su vida ociosa.

Pero esta misma concepción popular que hace el dopaje lógico, lo hace por eso mismo más escandaloso que en otras prácticas deportivas, pues el ciclista representa, en el imaginario colectivo, al héroe por antonomasia, al héroe de la voluntad y del esfuerzo, que lo consigue todo por sus propios medios, de manera que cualquier atisbo de duda lo hace dramáticamente engañoso. Cuando un ciclista cae el pedestal del heroísmo es como si hubiera caído del mismo algo de nosotros. Forma parte de la escenografía del ciclismo la gesticulación del sufrimiento. Hay evidentemente extremos, desde la elegante ataraxia que mostraba Gianni Bugno hasta el histrionismo histérico de Thomas Voeckler, pero son los extremos de la escenificación del dolor por el esfuerzo, por un esfuerzo cuantitativo que se prolonga en el tiempo, es decir: son gestos de miedo ante el agotamiento, ante el non plus ultra del esfuerzo físico.

Lo verdaderamente heroico de la escenificación del ciclismo es que uno no vence a otro, sino que cada héroe se va descartando a sí mismo por haber llegado a su límite. Así como admiramos al que sigue por la hazaña de su voluntad y no por una especie de don gratuito que se le haya concedido, admiramos al que se queda, a lo mejor incluso más, porque ha llegado al límite. Pero lo que admiramos como heroico es la desproporción entre la magnitud del esfuerzo y las posibilidades de cada uno, es decir, el logro absolutamente solitario de la voluntad en el manejo del cuerpo, pero del cuerpo que hemos recibido. Lo repito: los ciclistas encarnamos en el imaginario colectivo a Adán tras la caída: lo que conseguimos hemos de alcanzarlo con el sudor de nuestra frente, con nuestro esfuerzo. Por eso, aunque el dopaje posee su lógica, fácil de comprender, en el mundo del ciclismo, supone la introducción de un elemento extrínseco, de la química artificial de la ciencia humana, que acaba con el heroísmo y lo despoja de su aura épica. También los dopados entrenan, y mucho, pero ya no es lo mismo. Ya hay algo que no es humano, que no está en el cuerpo humano, que no se genera por la voluntad del sujeto frente a su tarea. Ya no es mítico. Si delictivo o no es más difícil de matizar, pero el cualquier caso no mítico. De ahí el daño que el dopaje le hace a la imagen colectiva del ciclismo, no ante los aficionados fieles que comprenden la lógica del dopaje, sino ante el público general que sólo vive la emoción épica del heroísmo.

En realidad la lógica del ciclismo, entre el dopaje y el heroísmo, es una variante de lo que Theodor Adorno y Max Horkheimer denominaron “La dialéctica de la Ilustración”, algo intrínseco al darwinismo competitivo del capitalismo tardío que se traduce en cuantificación. Dicho de otra manera: a la eliminación del placer cualitativo y desinteresado por hacer las cosas y su sustitución por el interés cuantitativo. Tendríamos que mirar el ciclismo como un don universal, un don inclusivo que nos hace a todos iguales en nuestra capacidad de disfrutar. No un don diferencial que nos sitúa por encima de los demás, sino la capacidad gratuita de gozar que todos poseemos por igual. El ciclismo nos proporciona el don de la salud, el don del sol y de la lluvia, del paisaje y sus componentes, de la camaradería colectiva y un largo etcétera. O de otra manera: el ciclismo nos proporciona el don del mundo, desde las verdes montañas del paisaje húmedo a las no menos impresionantes llanuras de los eriales dorados.

La recualificación del ciclismo es una parte de la recualificación del mundo. Los occidentales depredadores somos demasiado cuantitativo, pero es no es lo más importante. William Thomson, más tarde Lord Kelvin, afirmaba: “cuando puedes medir aquello de lo que estás hablando y expresarlo en números sabes algo sobre ello, pero cuando no puedes expresarlo en números tu conocimiento sobre ello es de naturaleza precaria e insatisfactoria”. Así somos los occidentales. Y en gran medida ahí radican muchos de nuestros problemas, entre ellos los periféricos y relativamente poco importantes del ciclismo (aunque, pese a su modestia, no puedo evitar que me lleguen al alma). Edmund Husserl escribió en su importante obra “La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental” que, paradójicamente, el éxito de las ciencias físico-matemáticas ha empobrecido nuestro mundo. La formulación matemática y la cuantificación han tenido tal éxito en esas ciencias que las hemos querido extender a todas las demás y, más allá, a lo que Husserl denomina “mundo de vida”, nuestro mundo de experiencias personales y cotidianas. Eso sumerge nuestra existencia en la banalidad y la anomia, es decir, la despoja de todos sus momentos cualitativamente intensos y existencialmente relevantes. Deja de ser profundamente interesante porque se reduce a cifra.

Recualifiquemos el mundo. Pondré algunos ejemplos: aquí un cuadro de Van Gogh, con sus naranjas extraordinarios y sus azules purísimos. Si operásemos como Lord Kelvin tendríamos que reducir el naranja a una longitud de onda de unos 587 a 589 nm. y el azul entre 460 y 482 nm. Además veríamos como de su combinación obtenemos un término medio que representa el gris neutro o equilibrio cromático de los colores sustractivos. Además, tendríamos que saber que la retina humana posee 6 millones de conos y 134 millones de bastoncillos, que estimulados por esas longitudes de onda generan, a su vez, por trasformaciones de la ratio entre el sodio y el potasio (que se pueden medir y pesar), determinadas corrientes eléctricas, igualmente mensurables, que llegan al cerebro… ¿Qué queda aquí de algo que todos los que experimentamos a Van Gogh cualitativamente sabemos, es decir, que nos habla de una naturaleza dinámica y hermosa, rebosante de vida, alegre, dramática y humana? Obviamente, nada. No hay traducción posible entre la cantidad y la cualidad.

O pensemos en la manera tan triste en la que deshumanizamos una actividad tan placentera como la comida. Para muchos, sobre todo a partir del momento de nuestra vida en el que nos volvemos conscientes de nuestra imagen y tendemos a baremarla según estándares colectivos bastante escuálidos, la comida se convierte en un triste cálculo de calorías. Los sabores de vuelven índices prohibidos de culpabilidad. La dieta se vuelve también algo que consiste en determinar proporciones correctas de cada tipo de alimento. Ya sea por aspecto o, en nuestro caso, por controlar el peso y/o aumentar la fuerza, la dimensión cuantitativa de la comida pasa a un segundo plano. El tacto aterciopelado de determinadas texturas, los sabores suaves o punzantes, las calidades aromáticas de cualquier alimento… pasan a un segundo plano. La plenitud gloriosa del vino, profundamente rojo-violáceo, con sus matices complejos en la nariz, la garganta o la boca, la alegría profunda que fomenta y que ha llevado a otras culturas más felices que la nuestra a santificarlo, desde los pámpanos de Baco al cuerpo de Cristo, se reduce a una vaga sensación de culpabilidad porque el alcohol es una simple cuestión de calorías, que por otra parte se puede traducir en una reducción cuantitativa de nuestras prestaciones sobre la bici.

O bien podríamos poner otro ejemplo, un ejemplo límite en el que la dimensión cuantitativa, afortunadamente, no se ha impuesto: la práctica del amor, el acto cualitativo por excelencia. Ojo, digo hacer el amor, pues es concebible que el acto puramente físico se pueda reducir a cantidad. Es fácil pensar que un actor porno trabaje con pulsómetro o medidor de potencia, que desarrolle series y métodos semejantes para poder obtener determinadas prestaciones. Pero no sé si alguno de nosotros estaría dispuesto a tal control cuantitativo. El acto amoroso es el último y más radical reducto frente al éxito de las ciencias europeas, la dimensión de nuestra existencia en la que hablar de cantidades sólo significaría la defunción definitiva e irreversible de nuestra humanidad. Seríamos los autómatas neumáticos y drogados del “Brave new World” de Aldous Huxley.

Pues con la práctica del ciclismo, que podría ser un testimonio de nuestro amor al mundo, sucede algo parecido. El disfrute frente a la belleza y la sublimidad del entorno, de los matices del paisaje y las variedades del clima, sucumbe frente a los tiempos precisamente medidos de las series, frente a los porcentajes de los esfuerzos, frente a los vatios que se pueden poner en práctica o el gasto calórico que se está desarrollando. Podríamos en realidad entrenar siempre en un laboratorio, como un hámster en su rueda y conectados con todo tipo de cables a un número inverosímil de máquinas. Pero no lo hacemos, no queremos hacerlo. Aunque nos gusta medir, aunque nos gusta controlar, también nos gusta sentir impremeditada e intuitivamente. Aunque huimos a veces de eso, el ciclismo puede comprenderse como un deporte del don, el don no excluyente y universal de, por encima de todo, amar las cualidades.

Durante el último Tour de Francia Alberto Contador fue invitado por Carlos de Andrés al plató de Televisión Española para comentar una de las etapas, puesto que se había caído y, por desgracia, ya no estaba en la carrera. Uno de sus comentarios me conmovió. Contaba que este año (2014) había estado entrenando por la zona de los Dolomitas, en Italia. Hizo referencia a la hermosura de los paisajes, afirmando que se sentía un privilegiado por trabajar en algo que le permitía gozar de ellos. Por un momento el ciclista profesional, el mejor de todos, que vive casi neuróticamente en la obsesión permanente de la cantidad, desveló que su corazón era cualitativo, que subiendo el Mortirolo el cálculo de vatios y de pulsaciones podía pasar a un segundo plano frente a la magnificencia de la naturaleza salvaje. Yo hasta ese momento había admirado a Alberto. Desde entonces le amo. Ahora más que nunca me aproximo a él, no desde la gradación cuantitativa, sino desde la identidad cualitativa. Porque cuando el ciclismo se vuelve cualidad es menos que nunca un actividad del don, pues despierta en nosotros una sensibilidad a nuestro entorno que todos estamos capacitados para sentir. Ahí, en la calidad específica de su práctica, el ciclista es más que nunca cada uno de nosotros. Parafraseando a Flaubert, podría decir: “Alberto Contador soy yo”.
Por JORGE LÓPEZ "Polakito"  Sevilla 20 de Agosto de 2014