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domingo, 11 de agosto de 2013

Pequeño y de un arranque fulgurante, apodado el Tití (mono de pequeño tamaño), Lucien Van Impe ha sido el más grande de los escaladores de los Países Bajos. En cuanto las carreteras tomaban altura, este Flamenco (nacido el 20 de octubre de 1946 en Vlaenderen) volaba literalmente, semejaba saltar de una curva a otra con una apariencia tal de facilidad que parecía un insulto para todos los demás para quienes en montaña todo era torpeza de movimientos. Lo malo es que parecía contentarse con esta cualidad, tan sublime como inexplicable, y que sólo prodigaba sus esfuerzos con el único fin de clasificarse primero en los premios de la montaña de las grandes carreras, de ganar algunas etapas que terminaban en montaña, lo que garantizaban una renta sustancial para la temporada siguiente: esa era su única ambición.

Consagró su carrera al Tour de Francia que disputó dieciséis veces, ¡un récord!, sin haber abandonado nunca, ganándolo una vez, clasificándose en otras cuatro ocasiones entre los tres primeros: tercero en 1971, 1975, 1977 y segundo en 1981; y ganando siete veces el Gran Premio de la Montaña, es decir una vez más que Bahamontes, El Águila de Toledo, lo que era su objetivo primordial. Algo excepcional a priori, chocante incluso, y que sin embargo no puede menos que dejar una sensación de algo inacabado. Al poseer un sentido agudo de la carrera, sabía calcular al milímetro lo que tenía que hacer para mantenerse, para sacar provecho de los accésits gloriosos e inestimables, pero al fin y a la postre de segundo orden, en lugar de llegar hasta el final de sí mismo, hasta el límite del desfallecimiento, para obtener lo esencial. En una palabra, le faltaba brillantez.

Una sola vez, una sola, actuó a la altura de sus posibilidades. Fue en 1976, en un Tour a su medida ya que contaba con cinco llegadas en montaña. Esto significaba un acicate constante para su moral, vigilado y aconsejado constantemente por un joven director deportivo que debutaba en la carrera y que se llama Cyrille Guimard. Por haber corrido al lado de Lucien en las tres temporadas anteriores, Guimard estaba convencido que el Tour de Francia, sobre todo sin Merckx en la línea de salida, estaba al alcance de el Títi. Su primer mérito fue el de convencer de ello a su pupilo. 

El segundo consistió en movilizar a un equipo en torno suyo, un equipo con los hombres apropiados que pudieran llevarle sin grandes problemas al pie de los puertos. Operación que se realizó sin mayores problemas. El tercero, y no menos fácil, fue el de teledirigir literalmente su carrera, indicándole en cada momento lo que más convenía hacer. En París, Van Impe, quien a pesar de todo era el que pedaleaba, lograba una victoria que nunca había soñado. Era la cima de su carrera, su momento dulce, su mejor condecoración. Y para él todo se acabaría ahí. Sin embargo, para quien verdaderamente comenzaba su carrera triunfal era para Cyrille Guimard con este sorprendente éxito.

En cuanto al chistoso de Lucien, para quien su elegancia llegaba hasta el extremo de hacerse rizar el pelo, es una lástima que se contentase únicamente con eso. En el crepúsculo de su carrera, que él prolongó hasta los 41 años, declaraba a un periodista: "En la bicicleta me tomé la revancha de mi pequeña estatura y de todas las burlas que mi talla me motivó a lo largo de mi infancia y de mi adolescencia. Les cerré el pico a todos los grandes de mi pueblo: ellos no ganaron jamás el Tour de Francia". Qué pena que su ambición, por legítima que haya podido ser, se hubiera detenido ahí. Tenía todas las cualidades físicas para hacerse un palmarés por encima, incluso de las pruebas por etapas. Su título de campeón de Bélgica conquistado en 1983 muestra que incluso en las carreras en línea, por muy duras que fueran, tenía posibilidades.
Pero la cosa fue así... y no se puede volver a escribir la historia.

00/07/2013