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miércoles, 20 de agosto de 2014


El ciclismo de carretera es uno de los deportes más dignos y hermosos que existe. Es hermoso por la magnífica conjunción de naturaleza y cultura que supone; es digno porque esa conjunción se produce gracias al puro esfuerzo humano. Creo que los ciclistas hacemos poco por defender la dignidad del deporte que amamos. Hoy es más urgente que nunca presentar con claridad su belleza y mostrar la imagen humana real que hay detrás del circo mediático. Ciclistas profesionales y aficionados, médicos corruptos, directores sin escrúpulos, empresas hipócritas, medios de comunicación oportunistas y público morboso colaboran en la conformación de una imagen que está en las antípodas no sólo del sentido del deporte sino, sobre todo, de la pureza radical del ciclismo. Pues ningún deporte representa mejor la ética del esfuerzo y el amor a la naturaleza que éste. Ningún deporte se desarrolla en una síntesis de naturaleza y cultura como éste. Ningún deporte se adapta mejor a las necesidades y posibilidades del usuario como éste. Ningún deporte es más bello que éste.

Sucede con el ciclismo lo que con todas las cosas humanas, según decía Rousseau al comienzo de su Emilio: “Todo está bien al salir de las manos del autor de todas las cosas: todo degenera entre las manos del hombre”. En el caso de los deportes la base de la corrupción se halla en la profesionalización, es decir, en la mercantilización de lo que en principio es un puro disfrute desinteresado. Que nadie me malinterprete: no en los profesionales, que en principio de ganan la vida honestamente, ni siquiera en los profesionales desgraciados que hacen todo tipo de trampas imaginables, sino en la profesionalización, en el hecho de moverse más o menos dinero con el deporte en sí mismo y con su entorno, dinero que fluye según el grado de éxito. Por mucho que las instituciones quieran luchar contra el juego sucio de unos pocos (que sin embargo son la punta del iceberg de un entramado más complejo que enpantana a las propias instituciones), mientras haya sumas interesantes de dinero por medio existirá el juego sucio.

Recuerdo siempre con profunda convicción una escena interesantísima de Carros de fuego. Es una película que dirigió Hugh Hudson en 1981 y que se basa en un hecho real: la rivalidad entre Harold Abrahams, un atleta judío y muy ambicioso, y Eric Liddell, cristiano evangélico de la iglesia escocesa que competía para desarrollar un don que creía Dios le había concedido como medio de transmisión del evangelio. Ambos representaron a Gran Bretaña en los Juegos Olímpicos de 1924. Aubrey Montague fue el entrenador de Abrahams, estableciéndose entre ambos una relación casi de profesionalidad. Abrahams, de hecho, llevó la profesionalidad al deporte escolar británico, siendo en este sentido la antítesis del desinterés personal de Liddell. En relación con esto, como decía, hay una escena muy relevante. Tiene lugar entre Abrahams y el director de su escuela, representado por el magnífico actor Sir John Gielgud. En la escena se le recrimina al atleta la adopción de procedimientos claramente profesionalizados, pues se supone que el deporte debe discurrir en el ámbito del amateurismo, considerándose indigno y poco caballeroso el ganarse la vida con él, como hacían los atletas norteamericanos. En Norteamérica no había caballeros, sólo profesionales.

Esto, como se sabe, define la letra del “espíritu olímpico”, aunque hoy casi todos los deportistas olímpicos viven del deporte, se ganan la vida con él, es decir, se diga o no así, son profesionales. El inicio de los juegos olímpicos modernos en 1896 trataba de recuperar el sentido de los originales juegos de la época clásica porque se planteaba en el ámbito del amateurismo, del desarrollo de valores que no eran económicos.
Para comprender esto tenemos que remontarnos brevemente a la Grecia clásica, en concreto el pensamiento de Aristóteles, quien expuso con claridad una idea compartida por todos los ciudadanos de las ciudades libres de Grecia. Aristóteles consideró en su Política que dedicarse profesionalmente a la música era indigno, como lo era también, por ejemplo, dedicarse profesionalmente a la filosofía. Los griegos usaron el nombre de “sofista” para referirse a aquellos que ganaban dinero con la filosofía, cobrando por sus clases, a diferencia de aquellos que la practicaban por el puro amor al conocimiento. También sucedía así con los deportes. Así, por ejemplo, todas las olímpicas de Píndaro (composiciones poéticas dedicadas a los vencedores en las Olimpiadas) se dedican a atletas que no ganaban dinero por su actividad, sino que lo hacían por amor a la gloria y a su patria, sobre todo por amor a la perfección.

En realidad en el origen las olimpiadas eran algo tanto político como religioso. Era político porque se celebraban en épocas de paz y significaban un enfrentamiento incruento y honesto, sometido a estrictas reglas, entre rivales que pertenecían a ciudades diferentes. Pero también era sobre todo algo religioso, pues se dedicaba a los dioses del Olimpo. Los atletas tenían que ser hombres y ciudadanos. Que fueran ciudadanos implicaba que eran libres y que no se ganaban la vida con el deporte como actividad remunerada (eso lo hacían los que no eran ciudadanos ni libres). Que fueran hombres respondía a una exclusión tradicional de la mujer de lo sagrado, algo común a casi todas las religiones, pues la mujer era considerada impura a causa de su menstruación periódica.

La palabra “atleta” proviene del griego “atletes”, que se puede traducir como “quien compite por un premio”, es decir, para ganar. La palabra se relaciona con “aethos”, que significa esfuerzo, especialmente corporal: el atleta compite por un premio que se logra con el esfuerzo corporal. Pero el esfuerzo no era un trabajo, algo que se hacía para ganarse la vida. El premio era la victoria en sí misma y el esfuerzo, el dolor físico, era algo que se ofrendaba a los dioses, un sacrificio no cruento que se traducía en la perfección de una realización. Era una performance sagrada. Cobrar por ello sería, por lo tanto, una profanación. Lo importante no era participar sino ganar, aunque si dabas todo lo que tenías y lo hacías lo mejor que podías por los medios lícitos te convertías en un ser digno. Si te ganaban reconocías la superior valía de tu adversario y eso mismo te dignificaba aún más. Lo importante era ganar, pero no a cualquier precio. Es evidente que esa misma es nuestra ética, pero cuando hay cantidades económicas interesantes por medio la idea es, cuanto menos, revisable, sobre todo si ya no consideramos la actividad deportiva como una parcela de nuestra dignidad moral, política y religiosa.

Estas ideas, que ya estaban presentes en la Ilíada, recibieron una ratificación más profana, por decirlo de alguna manera, por parte de Aristóteles. En el libro primero de su Metafísica, cuando se preguntaba por el sentido y utilidad de la filosofía, respondía que era una actividad digna en sí misma, que se ejercía porque sí, sin ir más allá. En realidad, la idea que le subyacía era que lo que nos definía como humanos era todo aquello que hacíamos porque sí, por el puro amor a la actividad en concreto y al logro de la perfección en su ámbito. Cuando íbamos más allá y buscábamos un rendimiento mediato a nuestra actividad, es decir, ganar un sueldo, dejábamos de practicarla por sí misma y nos convertíamos en esclavos, asalariados pero, al fin y al cabo, esclavos.

Lo que nos define antropológicamente es aquello que hacemos porque sí, por el puro placer de hacerlo, por el puro reconocimiento de su perfección y la aspiración a conseguirla. Lo que nos hace humanos no es el trabajo sino el juego. Todos los animales juegan, según dijo Johann Huizinga en su obra Homo ludens, hacen cosas por el puro placer de hacerlas, como los gatos cuando tiran algo al suelo sin beneficio alguno o las crías de los animales cuando pelean entre sí. Puede ser una preparación para la vida de las bestias, pero eso no les importa, sólo les interesa el placer puro de la actividad. Lo mismo sucede con los niños y sus juegos, que los pueden preparar para la dura vida del adulto y su insustancial banalidad utilitaria, pero les importa un bledo. Juegan porque juegan, por que disfrutan, porque son lo que son y no pueden ser de otra forma. En su horizonte vital no cabe el concepto mediato de la rentabilidad y el trabajo. Están todavía en el paraíso. Hölderlin decía en su Hiperión, la mejor novela que se ha escrito nunca, que el ser humano era un dios cuando soñaba. Pues bien, los juegos son sueños realizados en el tiempo que duran.

Para nosotros, es posible que por nuestra forma católica de ver el mundo, el trabajo no es un fin en sí mismo. Trabajamos para después poder hacer lo que deseamos, por ejemplo, tener una buena bicicleta que nos permita movernos libremente y porque sí por el mundo. Esa debería ser la esencia del deporte, el ser un fin en sí mismo; no el dinero que proporcione, la buena salud que produzca o el que genere una imagen corporal agradable. Es una actuación que tiene grados de perfección cuyo cumplimiento no busca nada más allá del logro. Mucha gente ha hecho de su pasión su trabajo, lo cual no invalida lo que pienso, pues dichas personas afortunadas pagarían por hacer lo que hacen, teniendo sin embargo tan buena fortuna que cobran por ello. No obstante, cuando se convierte en obligación el encanto se pierde. Recuerdo que me sorprendió oír que Bahamontes prometió al retirarse que no cogería más una bicicleta en su vida. Más me sorprendió aún saber que cumplió su promesa. El ciclismo perdió su encanto. Hay, por supuesto, ex-profesionales que siguen saliendo a la carretera por el puro placer de hacerlo, cuando ya no es su profesión. Si nuestra profesión fuera nuestra pasión la jubilación sería una de las mayores desgracias, lo que no sucede.

La soledad del corredor de fondo, una expresión muy popular entre maratonianos y ciclistas de carretera, es el título de una impresionante novela de Allan Sillitoe que fue llevada al cine por Tony Richardson. Es la historia de un joven que acaba en un correccional de menores. Durante su internamiento se descubre su facilidad para la carrera de fondo, de manera que el director del correccional, interesado en que su institución gane en las competiciones nacionales, le otorga determinados favores a cambio de entrenar para las pruebas. En la carrera decisiva Colin Smith, que así se llamaba el joven, llegó a meta en cabeza, pero antes de cruzar la línea final se detuvo y dejó que ganase otro. Es una metáfora extraordinaria del valor de liberación de la actividad deportiva con respecto a todo sentido utilitario. Smith en realidad corría porque sí, porque corriendo se encontró a sí mismo, como un supremo acto de libertad más allá de lo utilitario. Renunciando a la fácil victoria y perdiendo sus privilegios (que hubiera mantenido de haber ganado), no sólo afirmó su autonomía, sino además la dignidad antropológica de una actividad que se hace porque sí, fuera de la cárcel de la conexión utilitaria y de la prosaica vanidad de estar sobre el otro.

Es verdad que el circo no sería como es si no hubiera dinero de por medio, que la excelencia no sería tan alta si no hubiera personas que se dedicaran exclusivamente a la actividad deportiva, es decir, que recibieran un sueldo por ella. También que sin estos modelos heroicos no habría tantos practicantes desinteresados hoy día, entre los que me cuento. Es cierto que hoy no hay esclavos que le hagan a los libres el trabajo sucio, de manera que estos puedan dedicarse a la formación física e intelectual pura y desinteresada. En un sentido estrictamente amateur sólo podría lograr la perfección alguien que perteneciera a lo que Veblen denominó la clase ociosa, un sistema hoy moralmente reprensible y políticamente injusto. Pero con todo la profesionalización sigue teniendo el problema de perder de vista el puro placer de la realización y de hacer bien las cosas por sí mismas, no por superar a otro, ya sea este otro contemporáneo o un ser del pasado.

Como aficionado al ciclismo agonístico sé bien lo que digo. Lo que comienza siendo el puro placer de la realización (que todos hemos sentido cuando aprendimos por primera vez a pedalear sobre dos ruedas) se va convirtiendo en una obsesión. El peligro radica en que, como toda obsesión, es tan progresiva que cuando ya estás en ella no eres capaz ni siquiera de saber cómo caíste en sus redes. La verdad es que el ciclismo competitivo está lleno de obsesiones: obsesión por el kilometraje, por las series, por la dieta, por el peso, por el material… Casi todo aficionado tiene una o más o todas estas obsesiones. Son poderosas, sobre todo cuando uno se prepara seriamente determinadas carreras. En realidad podríamos vivirlo como el puro gozo de desarrollar una realización sostenida en el tiempo hasta la explosión final, la gran fiesta del esfuerzo, pero no es del todo así, pues posee muchos elementos frustrantes.

Por Jorge López "Polakito" Sevilla 20 de Agosto de 2014